domingo, febrero 18, 2018

Tertulia Mákaros, Platón, plato abyecto y guasap

Primero entró mi hermano en el grupo de guasap, y ahora he ido yo, el último mohicano
Ayer tuvimos tertulia de Mákaros en el Oliver. Había formulado alguna objeción  a modo de prevención  de que al ser sábado de piñata podía estar concurrido el Club tan distinguido. Los coches aparcados en la puerta inducían a la confirmación de la sospecha. Pero nada, nadie, una camarera, todo para nosotros. Parecíamos la avanzadilla de  un ejército guerrillero que ante la huida de la burguesía se entretuviera en ocupar y abusar de sus sociedades recreativas, aunque sin violar a sus hijas y sirvientas, como han acostumbrado  con ciega contumacia los insurrectos de izquierda e invasores de derecha e izquierda. El viernes sí había habido fiesta de Carnaval para los socios:  los hijos fantásticamente educados, con modales, idiomas y cosmopolitas de la burguesía criolla y ganadera. Estuvo Luis II (por el orden de llegada a la tertulia y segundo socio del Oliver), que es un aristócrata indeciso, me anotó la distinción entre burguesía y aristocracia, sin  recapitular  de que yo desde los 6 años era marxista y dominaba las clases sociales, fracciones, por ejemplo la financiera industrial y las capas sociales que lo aprendí leyendo a Poulantzas. La "burguesía criolla y ganadera" es una imagen, una ironía, una imputación.
El Oliver es paradisíaco, parece una mansión de terratenientes  algodoneros de Alabama con sus columnas neoclásicas y aire europeo y rodeado de naturaleza sicalíptica.
Había decidido no leer a Platón, porque es una reliquia del pleistoceno del pensamiento: prefería seguir leyendo a Jiménez Losantos con su Memoria del comunismo. Quién sabrá muchísimo más: ¿él o el hijo ocioso de agricultores áticos?
Me pedí una ensalada de pargo y gambas, que resultó asquerosa. Iba desecada como una zona pantanosa intervenida, los elementos, todos sospechosos, estaban plastificados a la vista y apergaminados al paladar, sin sustancia líquida que les acompañara y les diera cierta apariencia de fertilidad seccionada y vida natural extirpada. Ausente de una base o cubierta líquida, estaba desprovista incluso de humedad. Podías meter un trozo de lechuga en el interior de un libro, sacarla, y no habría huella de la página donde hubiera estado alojado esa hoja de lechuga. El caso es que tenía hambre. Preguntaba a los demás si se podía comer lo que estaban comiendo y como solo les interesan los alimentos espirituales, decían que sí. Yo deje ostensiblemente casi todo el plato.
Los gustos gastronómicos, la identificación   con sabores, con familia y tierra es pura antropología y no varían en generaciones, yo soy foráneo llevo muchas décadas  de subtropicalidad e insularidad y en lo sustancial todo sigue siendo como antes fue.
Hay hostelería con  tratos y atenciones que son onto y filogenéticos, determinados por la indiosincrasia e idiolecto, por meter más palabras untuosas.
La camarera según su contexto y actitudes interiorizadas me podía haber insistido como se hace tanto aquí, de si no me gusta. Incluso alguna vez me dijeron que lo acabara. Toda esa cultura de ventorrillo, guachinche, congelados… Este es el nivel popular más zafio. Luego cabe el disimulo: ¿le falta algo, le traigo sal, vinagre, limón… más vino? No, tequila, una mano donde chupar y sal.
Y por último está el de excelencia, que en estas regiones es muy difícil/imposible que se dé: ¿quiera tomar otra cosa  -reconociendo del satanismo del plato- que le pongo? Nada de esto ocurrió, lógicamente. Porque no se cambia en lo sustancial,  ni con escuelas de cocina. En todo este trance tan desagradable, los conjurados con el platonismo avanzaban en sus cuitas de exégesis de Plato (en inglés), mientras que  yo estaba encendido con mi plato helado, que delataba una larga reclusión en una nevera. Doy por seguro que habían aprovechado sobrantes de la fiesta de carnavales del día anterior. Como me quedé con hambre quería postre,  nuevamente inhibido oculté ni protesta y censura, me mordí la lengua porque estuve a punto de decir “yo quiero un postre siempre que sea artesanal, no de la casa”. Me pedí una tarta de manzana que tenía un aspecto tranquilizador por industrial, parecía  una ensaimada,  y una bolita de helado. Sobra decir que la los restos de ensalada tenía una temperatura real y térmica similar al helado: unos 3 ó 4 grados centígrados. Que para una ensalada no está nada mal. El  helado ni lo nota. Antes en el bar le había hecho reír mucho a la camarera, saqué mi vena a un tiempo simpática, divertida y graciosa, pero el resto de la noche hice comentarios machistas –ya es como autodefensa a la brutalidad de la ofensiva de esas filósofas feministas-, hablando todo el rato de burgueses y cosas y tono inadecuado 
Cuando la única camarera me iba a traer el postre del hambriento, me vino por detrás di un manotazo al aire que hizo impacto en lo que pasó a ser platillo volante, que planeó hasta la mesa y al suelo donde  se hizo añicos; pues un plato menos. Os jodéis y lo reponéis. Mientras mis compañeros profundizaban más y más en una hermenéutica personalizada de autoría propia de Plato, yo me había cargado uno con mucha satisfacción. La camarera ya había abolida toda presunta simpatía por mí de su interior y exterior, seguro que pasé a enemigo de clase.
Les dije a los platónicos que se embriagan con cada autor que toca, que o se iba el nuevo concesionario del bar del Oliver o nos íbamos nosotros. Propuse un repliegue al Casino de los caballeros, honrar a Arturo como a una madre para eliminar cualquier suspicacia y retornar alegres y afectuosos. Pero los makarios dijeron al unísono “NO”.
Me da que pasaré a cronista gastrosófico de las tertulias. Doy por seguro de que hablaron de Platón, solo tengo imágenes de mi admirado Luis II de Baviera leyendo casi un libro entero del griego. Le amonesté: lo lees porque no tienes nada que decir de tu cosecha, ¿werdad?.


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